lunes, 28 de marzo de 2011

No era más que otra de esas maravillosas tardes de un junio gris, opaco y placentero, cuando me senté a escribir en el café de la esquina todos y cada uno de los pasatiempos que quería realizar por el resto de mi vida. No era más que un simple proceso de reorganización nacional, como el que los milicos estaban implantando en nuestro país. Gracias a dios no soy comunista, por desgracia tampoco lo soy. Ojalá, al menos, fuera un cadáver que llegara a las malvinas. Ojalá tuviera la importancia para llenar dos líneas de la sección condolencias de la nación. Por fin llega. Deslumbrante, despampanante ante todas las esquinas. Ilumina lo que el sol ausente desearía alumbrar todos los días. Lástima que no puede, la sombra de los portentosos edificios porteños le impide llegar a algunos semáforos, como en el que está ubicado este sucio café, fumando y recordando.

Decide no usar tacones, así su estatura no llegue a la barra con la que miden a los niños en la entrada del bulevar. Sus labios rojos, recién pintados por un leve brillo labial que, de por cierto, le habrá costado mucho en el fino market que queda bajando por el obelisco, Se acercan y, con un tenue movimiento de cabeza a la izquierda, me brinda un beso de esos que sólo se dan rara vez en el resto del día.
Me saca un tabaco de la cajetilla, me inclino un poco con el fuego, me agradece con un leve gesto. 

Su mirada logra decir lo que su boca, en ocasiones, no desea comunicar. Tenemos un perfecto y complejo juego de miradas que hace que nos entendamos a la perfección, enmudeciendo completamente nuestras gargantas. Termino el café, cierro la libreta, me acompaña hasta el placard que habito desde que perdí la elección. Sin embargo, ella siempre está. En la rosada, en la boca o en el fondo de la plata, ella siempre está.

Le ofrezco una pequeña copa de vino barato, el dinero se me acabo hace ya rato para comprar un malbec. la invito a la esquina donde está la cama y el televisor, con la noble excusa de siempre: intentaremos ver una película de Bergman o de Goddard. Toco su piel suave. Su mirada delata su intención. Mis manos delatan la mía.

No hay ocupación en el día a la que le dedique más tiempo y esmero que a la de tocar su piel. Su tez es blanca como la cara conocida de la luna. Sus tetas parece que tuvieran tatuadas las letras que componen "such as perfect", su curva derrocha alegría, su culo, redondo y rosado, parece más bien un cuadro de Van Gogh de esos que nadie conoce que un culo. Sus piernas son más largas que el paraná, no me logro explicar cómo con ese 1.52.

Mi radio falla. Se enciende y se apaga a cada rato. Por fortuna, siempre está sintonizada Radio Videlma. Suena tomo y obligo, seguida de Malena canta el tango como ninguna, Malena tiene pena de bandoneón. Su punto débil es la escucha. Con un par de palabras salidas de los relatos de Chéjov que leí cuando pequeño se puede derretir como el queso al gratín. No es más que se quite la ropa, para que yo caiga como un vil perro miserable ante los pies de quien le dé comida. Me despoja de mis vestiduras, arroja la boina a la otra esquina, me agarra fuerte del pelo y me jala hacia ella. La beso. La beso. La beso. Lento y suave, en cada uno de sus rincones, en cada uno de sus picos.

Abre un poco la boca, lo suficiente como para que se note una leve separación entre sus blancos y pequeños dientes, producto de un arduo y perfecto trabajo dental de algún dentista de esos que se obsesiona por su trabajo. Gracias a dios, otra vez, y sin saber por qué evoco tanto a dios en mi vida, no caí en uno de esos. Habria perdido mi mordida imperfecta, que me permite saber, al final de la noche, cual de los pedazos de pan que queda en la canasta es el mío. Su garganta lanza un leve pero certero grito que, en pequeños términos, es un gemido.


Tu presencia de bacana, puso calor en mi nido, fuiste buena, consecuente, y yo se que me has querido, como no quisiste a nadie, como no podrás querer. Avanza la canción y avanza el objetivo. Me cambia de orientación. Suelta una leve sonrisa, me besa. Empieza y termina todo.

Cada gemido contrasta con cada gota de sudor que sale de su frente y se conjuga con la mía. Los jadeos pierden la noción del tiempo, del ruido y del lugar, y todo, poco a poco, se va convirtiendo en un juego de movimientos y de choques de labios. Su cuerpo está con el mío. Por un momento, por unos segundos siento como si fuera mía. Aparto esa idea de mi cabeza. Si quiero ser libre, no puedo atarla a mí. El poder tener una visión transversal de sus tetas es similar al placer que me daría poder volar. Ver como su cabeza se inclina hacia atrás, y vuelve, y se inclina hacia atrás, me provoca la sensación de que no necesito ni el mundo, ni el poder, ni las letras, ni alas, ni mierda.


Silencio solemne. La grabadora tiene la terrible coincidencia de acabar con nosotros, fumando espero. miradas, pequeños momentos de sueño, pequeños momentos de risa. Se abre lentamente su boca, y pronuncia las letras que conforman un eres impresionante. Que más quisiera yo que serlo.

Recoge su ropa y la pone en su cuerpo. Es difícil encontrar una mujer que no cambie cuando se despoja de su camisa o se pone su brasier. Sigue siendo igual. En la patagonia, en moscú, en mi placard, sigue siendo igual.

Se marcha. Tiene cosas que hacer. que más quisiera yo que tener cosas que hacer. Volver a entrar al capitolio. Sentarme en la plenaria. Levantar la voz y levantar la mano. Populismo? narcisismo? tal vez un poco de las dos. Son períodos de 4 años. 4 años larguísimos. más de 4 años pueden ser con los milicos. Cuando volveré al debate? Cuando volveré a tener cosas que hacer? mientras tanto intento dejarla ir, esperando su vuelta en la noche. Nada peor que su marcha. Me siento como un infante despojado de su madre. despojado de su seno. despojado de la única persona que lo puede proteger. Fumo. Fumo y espero. Fumando espero. La radio no sirve. La radio se dañó. El vino se acabó. El vinilo de Gardel lo tiene María. Se acaba el tabaco. No quiero salir. No quiero masturbarme. No quiero dormir. No quiero pensar.


Leer me cansa los ojos. Hace años que mamá me dijo que si seguía leyendo tanto se me iban a caer las córneas. Lo dejé. Como a un vicio, leer era como un vicio. Maravilloso imaginar que era yo el que llenaba las hojas y los pensamientos de Cortázar o de cualquier escritor que se atreviera a relatar una de esas maravillosas tardes de un junio gris, opaco y placentero, mientras me sentaba en un café a esperar el sonido de sus zapatos planos sobre el asfalto de uno de esos cruces de calle con semáforo donde los portentosos edificios porteños obstruían la imponente llegada de los rayos del sol.